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Sheij el mahshi El jeque de los rellenos



COCINA INTERNACIONAL
COCINA ÁRABE
Sheij el mahshi
El jeque de los rellenos
UN POCO DE HISTORIA Y COSTUMBRES





Existe una versión muy extendida en las grandes urbes y particularmente entre las castas de costumbres culinarias más finas, y que, si me permiten, me atrevo a decir que supera en todo a la original.
El modo de preparar esta variedad es muy sencillo. Una vez finalizada la cocción de la manera anteriormente explicada, se separan los calabacines sin nada de salsa. En una sartén untada con una cucharada de aceite y otra de samneh, la mantequilla clarificada y sazonada con una pizca de sal, se procede a dorar los calabacines, sin chamuscar la piel. Ya que estamos en un ambiente «fino», deben
presentarse en un plato individual, máximo dos o tres unidades, adornados con rodajas de limón y hojas de menta fresca alrededor. Sin duda, el combinado de colores otorga al plato una finura indiscutible y contrasta con los platos árabes típicos, conocidos por su copiosidad y abundancia.

Sheij el mahshi
El jeque de los rellenos

Sheij es un adjetivo utilizado para venerar a las personas. En los países del golfo arábigo este término se considera título nobiliario. En círculos beduinos, solo el jefe de la tribu puede ostentar este título. En el resto del mundo árabe, hoy en día, utilizar este adjetivo no tiene ninguna trascendencia. Llamar «jeque» a un plato es una
metáfora para venerarlo. El título de «jeque» que este plato posee es debido a su exclusivo relleno de carne y un poco de cebolla. Ya se sabe que la presencia de carne en cualquier cocido es símbolo de señorío.
Contaban las antiguas crónicas procedentes del imperio otomano que un sultán se cayó, deslumbrado por la magia y delicia de un plato hecho con berenjenas rellenas de verduras y ofrecido por unas vírgenes esclavas «bellas como lunas». En realidad, nunca se supo con exactitud si el califa otomano sufrió este percance por
culpa de la exquisitez y sobriedad del plato, como narraron los cronistas y amantes de dicho guiso, o por la abundancia de aceite que contiene, como aseguraron los médicos del palacio; o bien, y lo más probable, por la belleza exuberante de las esclavas, según las malas lenguas. Fuere como fuere, los turcos denominaron imam
bayildi a este plato y la traducción literal del nombre es «el sultán se desvaneció», o bien, «la delicia del imam».
Curiosamente, y sin ser sultán, yo también me desmayé por culpa de dicho plato. Tal hecho sucedió cuando mi padre me propinó una sonora bofetada al negarme a comer, ni tan siquiera probar, dicho guiso. «¡Alá es grande! —exclamaba enojado mi padre—. ¿Cómo es posible que este mequetrefe ose despreciar sheij el mahshi (el señor de los rellenos)?»
Los árabes de Oriente Medio poco a poco han ido sustituyendo las verduras, el relleno original del plato, por carne y un poco de cebolla; estos últimos ingredientes otorgaron categoría al plato, y por eso lo denominan así.
En cambio, para mí, el solo hecho de oler y ver los trocitos de cebolla a medio freír que contenía aquel plato era más que suficiente para revolverme el estómago.
Así pues, a mi padre se le fue la mano y me puso un ojo a la funerala.
Para despertarme del desvanecimiento que me causó el manotazo de mi padre, mi madre me ofreció tasset el ruub, un recipiente mágico, en el cual había un poco de agua, suficiente para volver en sí a cualquier desvanecido, fuere cual fuere el motivo.
Este pequeño recipiente en forma de cuenco está fabricado con cobre y en sus paredes interiores y exteriores se aprecian infinitas suras (versículos del Corán) y múltiples dibujos cósmicos. Los árabes creen que solo por el hecho de beber un poco de agua de este recipiente se pueden realizar muchos milagros curativos. Por
ejemplo, se usa contra todo tipo de sustos, fiebres, mordeduras de serpientes, la rabia y, en mi caso, del mal o poco apetito, etc.
«Ya comerá, ya comerá —decía mi madre en su intento de apaciguar la ira de mi padre—. Tenlo por hecho, el niño ya bebió agua de la tasset el ruub.» Mi madre puso en un plato un poco de guiso y me llevó a otra habitación donde, con una velocidad pasmosa, devoró el plato y a pesar de mi oposición, me untó los labios con un poco de salsa. Inmediatamente, volvimos al comedor con el plato vacío. Mi padre, incrédulo, no dejaba de mirar de reojo el recipiente mágico, fabricado y traído de La Meca, lo cual le otorga una indudable infalibilidad. En mi casa, y para evitar nuevos disgustos, mi madre nunca volvió a guisar aquel plato.
Tuvieron que transcurrir treinta años —¡Sí, sí, treinta años justos!— para volver a encontrarme con un plato similar al que yo, entonces, odiaba. Fue en Turquía, en 1993. Acepté, sin saberlo, la recomendación del camarero de degustar el plato típico por excelencia de los turcos, el renombrado imam bayildi. ¡Cuál fue mi sorpresa cuando me percaté de que el plato que tenía delante era muy parecido al que había odiado a lo largo de mi infancia y que se había borrado totalmente de mi memoria!
Al principio lo miré de reojo, después lo paladeé por compromiso y final e increíblemente, me lo comí con gran placer. Ya ven, treinta años necesitó tasset el ruub para surtir su efecto al convertir mi plato más odiado en, sin ninguna duda, el favorito.


SALAH JAMAL

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