COCINA
INTERNACIONAL
COCINA ÁRABE
UN POCO DE
HISTORIA Y COSTUMBRES
AL-CUZCUS, AL-KUSKUS
Cuscús
No
pudimos parar de reír cuando oímos por primera vez el nombre de este plato. Fue
en 1966, en la ciudad santa de Al-Kuds (Jerusalén), en Palestina. Fue pronunciado
por uno de aquellos estudiantes argelinos, los cuales —recién independizados de
la «madre Francia»— viajaron a Oriente Medio para realizar cursos de
arabización. El argelino estaba explicando las maneras de preparar este plato.
Lógicamente, nombraba cada dos por tres la palabra cuscús. Nosotros, que éramos
chiquillos y adolescentes, soltábamos unas carcajadas continuas. El pobre argelino
ignoraba que cus, en árabe coloquial de Oriente Medio, significa «coño»
y él, para más cachondeo, no solo nombraba un solitario cono, sino que lo hacía
de dos en dos, cus-cus, coño-coño.
La
palabra cuscús, según algunos antropólogos y lingüistas, es de origen beréber,
de las montañas del Atlas del Magreb8 (poniente). Dicha palabra es poco conocida
en el resto del mundo árabe. La palabra cuscús hace referencia al ruido
que hace el vapor al cocer los granitos finos de la sémola especial a través del
kiskas (una especie de colador que se pone sobre la olla o el recipiente
donde se cuecen las verduras y la carne). Otros autores sostienen el origen
árabe-sudanés de la palabra cuscús, que derivaría del verbo árabe cascasa,
que señala la división y triturado de cualquier cosa, en este caso del
trigo.
La
historia de este plato se remonta a centenares de años; por poner un ejemplo, fue
conocido en el reino nazarita de Granada, pero era desconocido en el resto de
los reinos de Taifas. En 1967, los israelíes invadieron el resto de Palestina,
Jerusalén oriental incluida. Los argelinos inmediatamente fueron repatriados.
No tuvieron tiempo de aprender el árabe, ni tampoco de enseñarnos el método
para la
elaboración
del cuscús. Así pues, después de aquella ocasión no volví a degustar dicho
plato, ni siquiera oí mencionarlo hasta el año 1972. Fue durante el verano de ese
año, al acompañar a un grupo de estudiantes europeos y sudamericanos en un viaje
a Marruecos. Este país, entonces, era el país de reunión de los «pasotas» de
todo el mundo. Nuestro destino era Retama, localidad marroquí totalmente
desconocida por mí. No era así para mis compañeros de viaje, que sabían
perfectamente por qué iban a Retama: «Todo es barato, incluido el kif9», repetían
mis compañeros. Ellos me llevaban consigo para ayudarles en calidad de traductor,
aunque pronto se dieron cuenta de mi inutilidad. Y todo aquello que en
principio se auguraba como una ventaja (llevar a un árabe como guía), se convirtió
en inconvenientes. Nada más desembarcar en Tánger, los policías marroquíes
dificultaron mi entrada en el país por ser árabe (paradójicamente, los europeos
y los extranjeros en general tienen más facilidades para entrar y visitar los
países árabes. En cambio, los regímenes de estos países, inventan mil y un
impedimentos burocráticos para dificultar la entrada a los «hermanos» árabes
procedentes de otros países «hermanos» árabes). Es una realidad
chocante.
Mis
compañeros, por cierto mundanos y expertos en esos berenjenales, pactaron con
éxito con el oficial de policía —en francés, por supuesto— la cantidad de bakshish
(propina) apropiada a cambio de mi entrada en el país.
Inmediatamente,
nuestro pobre coche, un destartalado Seat 600, sacó fuerzas de flaqueza y
atravesó Tánger en cinco minutos, en dirección sudeste. Llegamos, sin proponérnoslo,
a Xauen, pequeña localidad típicamente morisca, formada por pequeñas casas
blancas, cuyos balcones y ventanas estaban adornados con centenares de geranios
blancos y rojos. El pueblo está rodeado de colinas en forma de cuernos —de ahí
proviene su nombre, «Chef Chauen»—, y aquí mismo, en estas colinas, se
encuentra el escenario de las batallas encarnizadas que libró el líder rifeño Abdelkarim
contra las tropas colonialistas hispanofrancesas.
En
una de las blancas y enyesadas callejuelas del apacible pueblo, descansamos en
una especie de bar-restaurante, el cual tenía tres mesas en el interior del
local y varias más en el decadente y romántico patio interior. Sus paredes
blancas estaban invadidas por decenas de pequeñas macetas, de las cuales
brotaban múltiples, y
descuidados,
geranios multicolores. En el centro de aquel patio emergía una solitaria, larga
y majestuosa palmera, de cuya parte superior brotaban infinitas hojas largas y
enormes racimos de dátiles. A la sombra de la palmera, descansamos y comimos algunos
dátiles que estaban sin recoger, en el suelo.
Las
palmeras fueron bendecidas por el Corán y por el profeta Muhammad que, en su
huida de La Meca a través del desierto, solo encontró algunas palmeras. Bajo su
sombra descansaba, y de sus frutos se alimentaba.
Los
clientes nativos del bar no cesaban de lanzarnos miradas y gestos, sobradamente
entendidos por mis compañeros. Querían vendernos kif. Mis colegas me apremiaron
para que dialogara con ellos. No saqué nada en claro; los marroquíes me
hablaban del kif y yo, entonces, ignoraba por completo qué era, ya que nunca antes
había oído nombrar dicha palabra. Mi desconocimiento del tema desorientó por
completo a los marroquíes, que desconfiaron de nosotros, paradójicamente, justo
cuando empecé a hablarles en árabe. No entendieron mi árabe (el hablado en
Oriente Medio) y sospecharon que yo era agente del servicio secreto de la
policía, por lo que enseguida optaron por desentenderse de nosotros. En ese
preciso momento, mi tarea como guía-intérprete, manifiestamente frustrada,
concluyó para el resto del viaje.
Más
adelante comimos el delicioso kebab, tomamos té e inmediatamente después proseguimos
viaje hacia nuestro destino original.
Recorrimos
una carretera angosta entre espesos bosques de pinos y cedros hasta llegar a la
población rifeña. Mis amigos pronto empezaron a alucinar: «¡Huele, huele!», se
decían el uno al otro. «¿Oléis la marihuana?», susurró uno, y después, y de
repente, lanzó unos eufóricos chillidos al estilo del rey del soul James
Brown. En realidad, yo tan solo percibía el hedor que emanaban los millones y
millones de bolitas de excremento de los miles de cabras y corderos que nos
acompañaban a lo largo y a ambos lados de la carretera. Aquí, en Retama, todos
dicen ser rifeños, que es señal de orgullo y sinónimo de insumisión y
arrogancia. Francamente, tropezamos
con
nativos mucho más humildes y amables de lo que la leyenda pregona. Solo por el hecho
de decir que veníamos de España, nos agasajaban más que a los otros turistas europeos.
Nos ofrecían té, dátiles, dulces... Sinceramente, me asombró el especial cariño
que sienten los rifeños hacia los españoles, a pesar de todas las barbaridades que
estos cometieron con ellos en la época colonial.
Por
poco dinero nos alojamos en casas particulares. A lo largo de los tres días de
nuestra estancia en Retama, no dejamos ni un solo momento de comer, beber y fumar.
A los caseros les dimos la impresión de ser unos hambrientos de Biafra, pero blanqueados,
aunque estaban encantados con nuestro desmesurado y extraño
apetito.
La más contenta, y al mismo tiempo anonadada de nuestra bulimia repentina, era
la casera. Cada vez que nos miraba invocaba, una y otra vez, el nombre de Alá y
su profeta, suplicándoles que alejaran la hambruna de su hogar.
Cuanto
más devoradores éramos, más platos nos ofrecían. Creo que en aquellos tres días
comimos casi toda la variedad culinaria de Marruecos y del Magreb en general: harira
(sopa), chakchouka (una especie de chanfaina con huevos), el tajina (guisado con
carne), sesos de cordero, ensaladas de mil clases, brochetas de pescado, méshwi
(cordero asado a la brasa), variedades de pasteles y decenas de tazas de té. De
todo aquello hubo un plato que no faltó nunca en la mesa, el cual me recordó el
guiso que comí por primera vez cuando nos lo preparó aquel estudiante argelino
en Jerusalem
el
cuscús. Nunca olvidaré aquellos tres días de Retama. En ese reducido espacio de
tiempo, y en el mismo albergue, vi de todo, desde circuncisión, sacrificios de animales,
boda, hasta un divorcio... Y menos aún olvidaré los dos días siguientes, en los
que estuvimos todo el grupo ingresado en el hospital de Oran (Argelia) por
empacho.
La
variedad de ingredientes es lo que distingue principalmente las modalidades de
cuscús. Los más famosos son los de cordero o pollo con siete verduras (el
bidaui o el kedra). Generalmente se preparan con nabos, calabacines, habas,
tomates, calabaza, pasas y miel. Sin duda alguna, el cuscús con pollo o cordero
y las siete verduras es el más extendido. A veces no están incluidas las siete
verduras, sino seis o cinco, en función de las verduras disponibles en cada
temporada de cultivo. En definitiva, no es ninguna obligación incluir
exactamente esa cantidad.
Nuestra
casera de Retama, mientras preparaba el cuscús, me dictaba la receta.
Lo
hizo a ojo y sin ninguna medida concreta. Me decía: «Le dices a tu madre que añada
un puñado así de garbanzos, o un poquito así de calabaza. Después le dices que
agregue así de mantequilla...».
Como
pueden ver, la casera jamás creyó ni pensó que era yo en realidad el que quería
aprender a guisar el citado plato y no mi madre. Al recordarle este detalle, me
respondió con una sonrisa y dijo: «¿Ah, sí?». Le contesté afirmativamente.
Hizo
una pequeña pausa, echó una mirada dubitativa hacia su marido que estaba fuera
de la cocina, atendiendo a unos clientes. Ella, con aire de resignación, prosiguió
dictándome: «Ah, antes de que me olvide, dile a tu madre que la cebolla...».
SALAH JAMAL
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