COCINA
INTERNACIONAL
COCINA ÁRABE
UN POCO DE
HISTORIA Y COSTUMBRES
LA MULUKHIEH
Hojas verdes
Por
un puñado de mulukhieh sucedieron los siguientes tragicómicos
acontecimientos:
primero, estuvo a punto de estallar un conflicto diplomático entre un emirato
árabe y el Estado español; segundo, el gobierno de dicho emirato relevó de su
puesto a un general de sus propias fuerzas armadas; finalmente, se solicitó el degüelle
del pescuezo de mi amigo Mustafá, apodado Jacobo, quien fue el causante,
sin pretenderlo, de la siguiente rocambolesca historia.
La
mulukhieh es un plato fundamentalmente típico de Egipto y Libia, y muy conocido
en el resto del mundo árabe. La mulukhieh es una planta de tallos
alargados, de múltiples hojas opuestas de color verde oscuro, tiernas y de
diferentes medidas, que despiden un olor entre picante y ácido. Únicamente se
consumen las hojas (aunque en tiempos difíciles también se comen los tallos).
Mi
gran amigo Jacobo es muy bajito y físicamente poco agraciado, con el pelo más
duro y rizado que un estropajo, ojos saltones, nariz muy pequeña y sentada sobre
una raya de cuatro pelos que forman un pretendido «bigote», el cual se dibuja sobre
sus labios enormes. En definitiva, tenía, y aún conserva, aquella cara de
chiste cuando estuvo de viaje turístico en Egipto. Allí no pudo resistir la
tentación de comprar en las callejuelas de El Cairo un kilo de las preciosas y
famosas hojas de mulukhieh egipcia y un kilo de carne de cordero religiosamente
sacrificado, para preparar a su regreso a Barcelona, donde residía, un completo
y auténtico plato de mulukhieh con carne de cordero.
Jacobo
ignoraba totalmente la historia de la mulukhieh, cuyo nombre proviene de mulukieh
(realeza), o sea, comida de reyes. El califa (el Hakem bi amr Allah, el
que gobierna por mandato de Alá) de Egipto, decretó que tal planta, importada
de la India, estaba única y exclusivamente destinada a los muluk (reyes).
Por lo tanto, y en principio, estaba prohibida para el resto de los mortales,
los cuales la denominaron, con gran acierto, mulukhieh.
Aquella
tarde de verano de 1986 Jacobo llegó al aeropuerto de Barcelona y, antes de que
llegara su turno para la inspección del equipaje por parte de los miembros de
la Guardia Civil, dos monstruosos perros saltaron sobre su maleta, ladrando
rabiosamente y mordiéndola sin cesar. Inmediatamente los guardias
frenaron
a sus perros, pero como es lógico se produjo un gran revuelo en el recinto.
A
mi amigo le ordenaron poner la maleta sobre una mesa alargada, que servía de
mostrador para los registros. Luego le abordaron dos policías y le alejaron de
la maleta. Los dos perros se empujaban, ladrando y arañando con las patas la
maleta, nerviosísimos por la tardanza del policía en abrirla. Un instante
después de abrirla, los feroces perros se enzarzaron en una fenomenal batalla por
el saco que sustrajeron violentamente de la maleta y en el cual se encontraban
la mulukhieh y la carne. Y mientras los perros devoraban lo que evidentemente
habían estado buscando, mi
amigo
fue llevado a una sala contigua al gran hall del aeropuerto. Allí gritaba reiteradamente:
«¡Esto es mulukhieh, es para comer y no es hachís!». Los policías
nunca habían visto aquellas inidentificables hojas y estaban convencidos de la infalibilidad
de los perros. Todo aquel griterío provocó las carcajadas y la intervención de
un corpulento hombre que oía las alegaciones de Jacobo. Él y sus dos
acompañantes,
que eran oficiales del ejército español, se acercaron a la sala para secundar
las alegaciones de aquel chico que estaba chillando, en árabe, a los policías.
Los
oficiales españoles ya habían sido informados por el hombre corpulento de la naturaleza
inofensiva de aquellas verdes hojas, y conversaron amablemente con los policías
para disiparles las dudas. Estos se convencieron de la evidencia solo cuando vieron
al hombre corpulento, ya un poco enojado, comiendo las hojas crudas de la
mulukhieh.
A partir de aquel instante todo quedó explicado e inmediatamente soltaron a un
Jacobo muy agradecido a su salvador (ni más ni menos que el general de la
guardia pretoriana de uno de los emires más importantes de los países del petróleo).
El general y los dos oficiales del ejército español estaban en el aeropuerto para
coordinar y preparar la visita del emir y su séquito.
No
se despidieron sin que Jacobo prometiera al general prepararle un plato con aquellas
hojas y hacerle una visita de agradecimiento en el hotel donde pernoctaba toda
la comitiva del emir. «No te preocupes por la carne —le dijo el general—, nosotros
llevamos nuestra carne Halal» (carne de animales sacrificados según los
preceptos
islámicos).
Al
día siguiente, Jacobo quiso cumplir su promesa y se trasladó al hotel, donde el
cortejo del emir ocupaba las tres plantas más altas del edificio, con el fin de
evitar las miradas maliciosas y el contacto con otros huéspedes del hotel. Con
muy mala fortuna, en el ascensor Jacobo se confundió de botón y apretó el de la
planta destinada al harén del emir. Solo había dado tres pasos por el pasillo
de la planta
cuando
topó con una mujer mufa-reha (sin velo) que le dedicó una sonrisa, pero cuando
se percató de que había otra mujer que les observaba a los dos, empezó a gritar
histéricamente: «¡Un hombre, un hombre!». La que se armó...
Las
otras mujeres informaron al emir de lo sucedido y este, totalmente convencido
de su poder incontestable, se encontrara donde se encontrara, ordenó a su
inseparable general de guardia que le trajera la cabeza del «intruso violador».
No hubo forma humana de convencer al octogenario emir de que en España rigen
leyes diferentes a las suyas. No estaba conforme, maldecía a España, a su
gobierno, a Barcelona y a su general. Amenazaba a todo el mundo: «¡Les voy a
privar del petróleo, les devolveré a la oscuridad!». Instantes después, y ya
fuera de sí, el emir solicitó la presencia del «jeque de este maldito país». El
pusilánime general proseguía explicando al emir: « Tawal Allah umrak, sidi (que
Alá alargue su vida, mi señor): aquí no hay jeques sino un rey y este no puede
venir...». Mientras se sucedía esta ridícula discusión, la policía acompañó a
Jacobo a la salida del hotel y este se esfumó.
Veinticuatro
horas más tarde (el tiempo de plazo «razonable» que dio el emir para que le
trajeran la cabeza del «violador», orden lógicamente irrealizable) el emir, seguido
ciegamente por su comitiva, interrumpió precipitadamente su visita y abandonó España.
El general fue relevado del mando. Jacobo jamás volvió a dudar de que esa
comida está destinada exclusivamente a los reyes y no volvió a comer, ni siquiera
a tocar, la mulukhieh, lo cual es un sacrificio muy duro por la frecuente presencia
de este guiso en todo el mundo árabe.
Se
conocen dos tipos de mulukhieh. La propiamente dicha, que se elabora siempre
con carne, y la otra mulukhieh, exenta de carne y conocida como mulukhieh kaz-zabeh
(mulukhieh mentirosa). Por desgracia, se elabora con más frecuencia la segunda
que la primera.
SALAH JAMAL
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