COCINA
INTERNACIONAL
COCINA ÁRABE
UN POCO DE HISTORIA
Y COSTUMBRES
WARAK INAB O WARAK DAWALI
Hojas de parra rellenas
Todavía
recuerdo las discusiones apasionadas e irracionales que entablaban mi abuela y
la nasranía (nazarena; así llamamos los musulmanes a todos los cristianos).
Pasando
por encima de sus múltiples y diversas creencias (católicos, protestantes, armenios,
ortodoxos, griegos etc.), para nosotros todos son nasara (nazarenos). La
nasranía y mi abuela, nonagenarias ambas, eran vecinas de toda la vida,
palestinas, viudas, semisordas e igual de dicharacheras las dos. Siempre
sentadas una frente a la otra, inclinaban tanto sus jorobas que sus cabezas a
menudo chocaban.
Paradójicamente,
pese a todas estas similitudes, eran muy antagónicas y jamás se pusieron de acuerdo
en nada; ni siquiera sobre el origen de la dalia (parra) podían llegar a
un mínimo consenso. La nazarena decía: «El Rab (así llaman a Dios los cristianos
árabes, aunque también utilizan Alá), cuando se enojó con Adán, le envió un
ángel para anunciarle su expulsión. El ángel —siguió relatando la "infiel nazarena",
ahora con la voz más dulzona— estuvo muy tierno con Adán, se entristeció y
derramaba lágrimas, que fueron como un riego, y allí donde cayeron apareció una
planta cuyos frutos deliciosos fueron consumidos por el ángel, el cual dio a
Adán una rama de aquella planta para cultivarla en la tierra y para alimentarse
de ella bebiendo sus zumos».
Yo
era el chico de los recados, y llevaba para mi madre —que estaba, como siempre,
en la cocina— las hojas de parra que ambas ancianas acababan de rellenar y escuchaba
el rotundo rechazo de mi abuela hacia la versión de la «infiel nazarena».
No
cabe la menor duda de que mi abuela no oía bien la versión de su contertulia, y
tanto le daba lo que decía. Ella, terca como siempre, tenía que decirle no a la
«nazarena infiel» y punto. Con vehemencia respondía: «la planta creció gracias
a los riegos que efectuaron un león feroz, un pavo real, un mono y un cerdo».
De ahí viene la leyenda, muy extendida entre los habitantes de las aldeas del
mundo islámico, que describe a los que beben el zumo de los frutos de la parra
(uvas) feroces como los leones, ufanos como el pavo real, charlatanes como los
monos y sucios como los cerdos. «¿Cómo es posible que los musulmanes beban y coman
los frutos de una planta regada por un cerdo?», preguntaba desafiante la
nazarena. Mi abuela se defendía a su manera: «Tú eres una vieja ignorante, ¿no
te das cuenta de que desde hace siglos, desde el comienzo del mensaje mahometano,
ya no existen cerdos en la faz de la tierra musulmana?».
Ya
ven, alrededor de las dos enormes bandejas, una de arroz y la otra llena de
hojas de parra, se debatían temas de toda índole. Se cerraban pactos de
compra-venta de propiedades, de bodas, de divorcios y chismorreos infinitos. En
ocasiones importantes, como las fiestas, acostumbraba a ser elevado el número
de comensales y
se
requería mayor número de mujeres elaboradoras. Así, la mujer anfitriona solicitaba
la ayuda de amigas y vecinas, que se reunían por la tarde, hasta altas horas de
la noche, rellenando hojas de parra, calabacines, etc. Los hombres tiemblan y tararean
continuamente versos del Corán, al ver a aquellas mujeres reunidas, susurrando,
riendo o discutiendo. Aparte de la comida, nada bueno sale de esta clase de
reuniones. El hombre árabe, autoritario y conservador, no podía ni podrá
impedir estas reuniones. Como buen árabe, sabe que todo debe estar a punto para
el día siguiente y con mucha abundancia. Una mujer sola es incapaz de preparar
un buen banquete, y este no deja de ser un fiel reflejo de la categoría del
anfitrión varón. Así, el orgullo del anfitrión está en juego, y esto las mujeres
árabes lo saben muy bien; por lo tanto, al marido no le queda más opción que
aceptar estas «reuniones de trabajo».
Recuerdo
las broncas de mi padre con mi madre, por tanta reunión y tanto «jiji, jajá».
Las
llamaba víboras (término favorito de mi padre para las mujeres), pero acto seguido
exigía a mi madre, con disimulado anhelo, toda clase de detalles sobre el contenido
del cotilleo femenino.
En
la cultura árabe-musulmana se puede apreciar que los cuatro cultivos más bendecidos
por Alá son el trigo, el olivo, la higuera y la parra. Alá se encarga de regarlas,
puesto que dependen fundamentalmente de las lluvias. La gente comía pan, aceitunas
y algo de higo y se sentaba sobre esteras bajo el arishe (el cobertizo
que
forman
las parras trepadoras). Así emulaban al profeta Nuh (Noé), quien fue el primer
viticultor de la historia y quien plantó la primera parra en Hebrón después del
bíblico diluvio6. La figura del arishe está muy extendida en el mundo
árabemusulmán; se instala en los campos, huertas, patios e incluso en los
rincones más inverosímiles. El arishe representaba el aire acondicionado
para los árabes en los
largos
y justicieros veranos.
Los
campesinos, mientras degustaban las uvas y enrollaban las hojas de parra, cantaban
la famosa y popular canción árabe:
Entre
las parras
que
trepan altas
qué
bonito trasnochar
y
ver la luna brillar
cerca
del Arish
bailamos
y cantamos
eso
es vivir
estamos
en el paraíso
6
Leyenda defendida vehementemente por los hebroneses, para demostrar que las
uvas de Hebrón además de ser las más buenas son también divinas.
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