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EL FALFEL

COCINA  INTERNACIONAL
COCINA ÁRABE
UN  POCO DE HISTORIA 1
EL FALFEL






Instantes después de haber entrado en el piso de mis compatriotas, quienes horas antes me habían recogido en el puerto de Barcelona al que llegaba tras un largo viaje procedente de Palestina vía Beirut, se me acercó sigilosamente un mocetón de veinte años, aunque aparentaba más, gordinflón, melenas mal peinadas y copa de
vino en mano. Ante mi sorpresa, comenzó a husmearme detenidamente, de arriba abajo y viceversa. Soltó un largo y  nostálgico susurro y empezó a recitar un famosoverso árabe que él mismo, con añoranza y un grácil sentido del humor, trocó. El verso original dice:

Ojalá que vuelva mi juventud
para contarle mis penas por culpa de la vejez.

Y lo convirtió en el siguiente verso, no menos famoso que el original:
Ojalá que vuelva el falafel
para contarle mis penas por culpa del chorizo.

Me asombraron las carcajadas que soltaron mis anfitriones. Con aquello y en una simple interpretación, por lo menos la mía, asumí que yo olía a falafel, olor típico del aceite frito por enésima vez. En este aceite se fríen las croquetas vegetales, típicas y muy consumidas en Oriente Medio.
En realidad, todavía me causó más asombro verles enzarzados en diálogos nostálgicos y absurdos sobre temas como la comida: que si el falafel de Palestina es el mejor donde lo hubiere, que si el hommos del Líbano, o el maqluba de una región u otra... Ninguno de ellos me preguntó sobre la guerra civil entre jordanos y palestinos, que en aquellos días estaba en su punto más álgido (septiembre de 1970).
Escasamente dos meses después, confieso haber recitado aquel verso invertido —del falafel y el chorizo— centenares de veces. Incluso todos los estudiantes árabes recitaban aquel verso como el padrenuestro, sobre todo en los SEU (restaurantes universitarios; el menú costaba 18 pts.), ante los platos de escarola y los bistecs más duros que he probado.
A principios de los años setenta hubo muchos intentos de elaborar algún menú auténticamente árabe y todos acabaron fracasando, por muchas causas: ninguno de nosotros tenía la más mínima idea de lo que era cocinar; por otra parte, en España faltaban las materias primas esenciales para distinguir los platos de un país a otro,
por ejemplo la mezcla de especias, pues aunque existían todas las especias, faltaba el arte de mezclarlas para formar una sola, el llamado fulful bhar; faltaban las auténticas berenjenas cortas y delgadas, los calabacines pequeños, mulukhía, bamia (okra),
mantequilla clarificada, aceite auténtico virgen de aroma árabe inconfundible, etcétera. A estas dificultades se sumaba la falta de dinero de los estudiantes árabes y la carestía de la importación, ya que no había mercado consumidor para esas mercancías. Así pues, elaborar una comida árabe en aquella época era una quimera.
Recuerdo bien los infinitos inventos que hicimos para suplir alguna materia prima inexistente en España. Nuestro dilema fundamental era ¿cómo podíamos sustituir la omnipresente y popular tahina (crema de sésamo), materia básica para muchos platos populares (sobre todo el hommos)? El producto que elegimos fue, curiosamente, el yogur. Al principio, el plato de hommos elaborado con yogur invitaba a la risa, pero como dice el refrán: a falta de pan, buenas son tortas.
Las recetas —mejor dicho, los inventos— circulaban de boca en boca entre los estudiantes árabes, siguiendo así la misma costumbre de Oriente Medio, donde escaseaban, por lo menos en mi entorno, libros o escritos sobre recetas culinarias. Y si hubieran existido ¿para qué comprarlos? Ya hay suficiente con las mujeres que ejercen la transmisión (boca a boca) del arte de cocinar a sus hijas, con el fin de
cumplir bien sus tareas hogareñas.
¿Dónde y cuándo elaborábamos dichas «semicomidas» árabes? Realmente, esta era una dificultad añadida y en pocas ocasiones fue milagrosamente superada. La casi totalidad de los aproximadamente quinientos estudiantes árabes residentes en Barcelona (no superaban los dos mil en toda España), se alojaban en régimen de inquilinos en casas particulares «sin derecho a cocina», tal como terminaba el anuncio de «habitación en alquiler». Pues bien, en ocasiones, las caseras o señoras (acostumbraban ser señoras solitarias, solteronas, viudas...) alquilaban la habitación y se marchaban a su pueblo natal o a la playa. Nosotros aprovechábamos aquellas ausencias para elaborar nuestros platos típicos, cuyos aromas nos estremecían el pecho de nostalgia y recuerdos. Al principio, y por falta de picardía, el fuerte aroma de nuestros platos nos delataba y ello nos costaba irremediablemente la expulsión o,
en el mejor de los casos, una histérica bronca y una sanción económica por utilizar la cocina (claro, gastábamos butano). Pero más adelante, al adquirir mayor experiencia, en cuanto acabábamos la faena impregnábamos de perfumes franceses la cocina, el piso entero e incluso la escalera (ignorábamos la existencia de los ambientadores).
¡Aleluya!, después de la guerra de octubre de 1973, los precios del petróleo se dispararon, muchos árabes se enriquecieron y por consiguiente aumentó el despilfarro. Uno de los canales para tirar el dinero fácil era el turismo hacia Europa y Estados Unidos. Gran parte de este turismo utilizaba como excusa la atención médica. Y, así, los «enfermos» viajaban con una subvención estatal. Estos no estaban para experimentos culinarios europeos, se quejaban de la insulsez de la comida local y de que su paladar no se adaptaba a ella.
El lazarillo libanes, que acompañaba al príncipe Saudita octogenario y ciego, estaba más que harto de sus quejas. Protestaba por el desayuno, el almuerzo y la cena. Un día, después de atiborrarse de comida a base de mariscos frescos traídos en avión particular desde Galicia, el príncipe exclamó desde el fondo de sus entrañas «¡Pagaría ahora mismo mil dólares por un plato de hommos y cebolla tierna!». Aquel lamento nostálgico y deseoso encendió las luces del instinto comercial que tienen los libaneses.
Unos meses después se inauguraba el probablemente primer restaurante árabe en Barcelona, dirigido por el ex lazarillo, el cual no tenía ni idea de lo que era preparar un plato. Lógicamente, recurrió a un palestino, mano de obra hábil y barata.
El restaurante se ubicó en una zona estratégica, por la que pululaban los árabes — procedentes de países del petróleo—, cerca de una clínica de oftalmología, en la cual confiaban conseguir milagros visuales. Próximos a dicha clínica se concentraron los primeros restaurantes árabes, con variados resultados.
Lo que no esperaban estos falsos «restauradores» es que la clientela, poco a poco, llegaría a ser de mayoría nativa, quiero decir, barcelonesa. Se puede decir que, después de Barcelona, varias capitales españolas imitaron la experiencia de la capital catalana. Hoy en día existen restaurantes árabes en casi todas las ciudades españolas.
Y, por qué no decirlo, España fue el último país europeo en conocer la comida árabe.
Hasta estos días, la materia prima principal para la elaboración de los platos típicos árabes se importaba de París, Berlín, Londres... A pesar de todo, los españoles en general, sobre todo los jóvenes, son muy curiosos y abiertos a las innovaciones, y más todavía cuando se trata de asuntos de estómago.
Por este motivo, los restaurantes árabes «de lujo» se adaptaron a su nueva clientela y a su poco poder adquisitivo y se transformaron en bares de degustación.
Hoy en día, abundan los snack-bar-chiringuitos en los cuales se ofrece a los jóvenes platos exquisitos, rápidos (donde el plato rey es el combinado de falafel, shawarma o shawermah, hommos, etc.) y, sin dudarlo, a precios muy asequibles.
Como hemos dicho anteriormente, los españoles son curiosos, indagan mucho, preguntan a menudo cómo se hace este plato o aquel otro. En realidad ninguno de nosotros sabía responder bien. Un amigo mío no cesaba de solicitarme «recetas» de estos platos. En cada viaje que yo realizaba a un país árabe, regresaba cargado de
recetas típicas, relatadas oral y únicamente por mujeres, que son el «auténtico» archivo de la cultura culinaria árabe. Mujeres palestinas, libanesas, egipcias, marroquíes, etcétera, todas tenían algo en común, el orgullo de poseer la clave de dos de las tres habilidades placenteras de las que el varón árabe se ufana a menudo: comer carne (saborear la comida), «meter carne en carne» (el acto amoroso) y montar carne (montar caballos).
Ellas, contentas y sorprendidas de poder conversar con un varón árabe interesado en las recetas gastronómicas, relataban con entusiasmo sus sabidurías, pero en sus curtidas caras se dibujaba su total desconfianza en mi capacidad para elaborar siquiera un plato sencillo. Aun así, ellas seguían y se interrumpían una a la otra, explicando sus experiencias personales: «No, no, yo pondría un poco de esto». La otra replicaba: «Unas hojas de menta, sería mejor». La otra..., etc.
Reuní centenares de recetas e ideas culinarias árabes que podrían llenar varios tomos. Pero me pregunto: ¿es práctico compilar tanta receta y tanta historia? Claro que no. Opté por compendiarlas en un librillo de aroma árabe, que no es más que otra variante del aroma de nuestro Mediterráneo. Librillo que contiene recetas gastronómicas para elaborar platos típicos, fáciles y que estarán al alcance de todas las habilidades y de todos los bolsillos. Pretendo —con modestia— que la gente se acerque a la comida árabe, que se familiarice con ella, que la conozca, que la descifre, que la goce y, eso espero, que la elabore.

SALAH JAMAL

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